14/07/2022 / Exitosa Noticias / Edic. impresa / Actualizado al 09/01/2023
La vida en sociedad trata de colmar nuestros sentidos con actos y hechos que, se piensa, deberían causarnos admiración. Con estas influencias a cuestas, el efecto de la admiración podrá ser positivo -al punto que nos enriquezca humanamente-, o negativo -al punto que nos afecte emocionalmente.
Así, hecha la selección natural de digerir imágenes, sonidos e inesperados sentimientos, es a partir de allí que solemos avanzar, intentando darles un sentido que aporte al cauce de nuestras vidas. Para Platón, en su diálogo llamado Teeteto, por ser su origen este sería el preciso instante en que deberíamos empezar a filosofar.
Aristóteles, su discípulo, plantearía también la tesis que “por la admiración han comenzado a filosofar los hombres” (Metafísica, libro I). Pero sucede que, como lo escribía Descartes en Las pasiones del alma (artículo 76), admiramos demasiado y nos asombramos viendo cosas que son poco o nada dignas de consideración, muchas más veces de las que admiramos demasiado poco.
Y eso puede impedir o pervertir completamente el uso de la razón. Así, el hecho admirativo quedaría inconsecuente y suspendido en la nada. Cierto, esta reflexión vendría a representar la sociedad en la que se elogia la banalidad; aquella que viene a reemplazar lo importante, lo esencial, lo perdurable. Asimismo, se estaría banalizando lo inmoral, lo injusto, la superchería o lo socialmente impropio.
Si este es el caso, estaríamos perdiendo el apetito por la admiración, por la novedad, por la meditación positiva. En esas circunstancias, quedaría poco de qué admirarse y, por ende, estaríamos aumentando la dificultad de construir la intelectualidad o aumentar la sed de conocimiento. Pero también, sin admiración no habría deducción y, por ende, nula transmisión de la experiencia.
Tal parece ser la situación actual de nuestra sociedad. Aquella en la que lo etéreo se ha fusionado con lo inconsistente. Donde los eventos rutinarios han alcanzado niveles de primera plana. Donde la memoria colectiva es individual y de corto plazo. Donde lo cotidiano se vuelve casi eterno.
Donde las actitudes antisociales se aceptan y normalizan. Donde los bulos se disfrazan de verdad. Porque, ¿qué nos queda de ayer para hoy?, ¿cuáles fueron los aprendizajes?, ¿qué conclusiones podemos inferir? Hemos llegado al punto como sociedad en que los hechos cotidianos, casi repetitivos, solo estarían alimentando nuestra curiosidad mas no una emoción existencial.
Es el momento de decirle a nuestra sociedad, en las palabras de Jorge Manrique, que recuerde el alma dormida, que avive el seso y despierte.
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