OPINIÓN | Eduardo González Viaña: "Réquiem por una estrella"
A algunas personas les causa alegría que el aprismo no haya podido inscribirse, y por lo tanto haya dejado de existir. A mí, no.
La historia del Perú en el siglo XX me da motivos para sentir dolor.
¿Es posible recordar cien años en una nota de 400 palabras?
En los ominosos días de la dictadura odriísta, era yo muy niño. Tendría yo ocho años de edad cuando me enteré de que en mi casa vivía un aprista. Era un abogado respetable y acaso el más importante de la provincia. Una mañana en que yo regresaba de la escuela, desde la esquina cercana, divisé un sigiloso Ford negro estacionado frente a mi casa. De él bajaron cuatro sujetos e ingresaron empujando la puerta.
Vi cómo sacaban a mi padre, y no entendí nada. Pero lo entendí todo, con el corazón, cuando el hombre generoso que estaba frente a mí me lanzó una mirada tierna y levantó el brazo izquierdo.
- ¡Hijo querido! ¡Viva el Apra! - me dijo con amor mientras se lo llevaban.
Desde ese momento de mi vida, he aprendido a respetar y a venerar a los luchadores sociales sea cual fuere la ideología o el partido que abracen. Un luchador social, como los cristianos del martirio, es alguien que elige una vida de renunciamientos por amor a los demás y sin esperar más recompensa individual que el orgullo de soñar y de apostar por la utópica sociedad en que todos seremos iguales y felices.
Y eso fueron el Apra y los apristas durante mucho tiempo.
Décadas de ilegalidad hicieron de ellos una de las comunidades que más ha sufrido en el Perú en la lucha por las conquistas sociales. La mayoría de sus fundadores y el propio Haya de la Torre vivieron en la clandestinidad, la cárcel o la pobreza, calificados de terroristas y murieron antes de ver un solo día de triunfo.
Solamente un político inteligente, Manuel Prado, en 1956 les quitó el mote de terroristas y la muerte civil que padecían, e inauguró con ellos una convivencia civilizada.
En 1985, llegó al poder un político quien olvidó que su propio padre y miles de compañeros habían sido prisioneros del Frontón, y dirigió allí una masacre que cualquier buscador de Internet llama “el asesinato masivo más grande durante la lucha contrasubversiva”. Ese político instaló el mal de la corrupción en casa.
El Apra ha muerto, pero no ha sido víctima de mano ajena. Es el réquiem de una estrella.