Querrán matarlo y no podrán matarlo /
Querrán descuartizarlo, triturarlo, mancharlo, pisotear- lo, desalmarlo /
Querrán volarlo y no podrán volarlo. /
Querrán romperlo y no podrán romperlo. /
Querrán matarlo y no podrán matarlo…”.
Esos versos corresponden a nuestro poeta Alejandro Romualdo, recordando a José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, entonces Cacique de Pampamarca, Tungasuca y Surimana, y que el 4 de noviembre de 1780 dio inicio a la primera gesta libertadora de América.
Su rebelión que puso en jaque al Ejército español llevó a una intensa campaña de búsqueda hasta que fue capturado por el corregidor Antonio de Arriaga.
Finalmente, el líder indio fue vencido y salvajemente ejecutado, al igual que su esposa Micaela Bastidas y todos sus familiares, en la Plaza Principal de la ciudad del Cusco, como castigo y escarnio para de la población. Este infausto acontecimiento, ocurrió hace 241 años, un 18 de mayo de 1781.
Cuenta la historia que el caudillo fue atado a cuatro caballos que tiraron en distintas direcciones para arrancar cada uno de sus miembros. La fortaleza física del insurgente resistió a la barbarie, pero finalmente éste fue igualmente ejecutado.
La gloria de Túpac Amaru ha crecido en el Perú y el mundo con el tiempo. Lo han recordado los pueblos. Lo han estudiado los estrategas de la guerra, los historiadores, los analistas de la política. Y lo han admirado y cantado los poetas.
Hoy se dice que si la Independencia de América se hubiese afirmado a partir de triunfo de la insurgencia tupacamarista, distinto habría sido el escenario peruano, y diferente también la suerte de todo el continente.
Por el pronto, es claro que la Independencia del Perú se hubiera proclamado en el Cusco, y no en Lima; en 1780 y no en 1821; que hubiese sido el resultado de la victoria de un ejército autóctono, y no consecuencia de las corrientes liberadoras procedentes del sur del continente.