OPINIÓN | Eduardo González Viaña: San Rulfo en Oregón
Comenzaba a dictar mi clase sobre Juan Rulfo, cuando un policía me pasó la voz desde la puerta del salón.
-Queremos detener al alumno Rosendo Martínez- me dijo: -Es un ilegal.
Volví la vista a mis 20 alumnos y, efectivamente, allí estaba Rosendo, el único mexicano. Nunca me había interesado preguntarle por su situación migratoria, toda vez que mi función como catedrático era diferente. Una cosa es enseñar y otra, muy otra, perseguir.
-Hágalo salir porque yo no puedo entrar a su clase. Me lo impide una ley idiota.
-No puedo. Cuando comienza mi clase, nadie sale de ella, ni siquiera para ir a los servicios.
El policía me advirtió de los peligros que acechan a quienes obstaculizan la tarea de los agentes de inmigración. Le hice ver yo que también era ilegal ingresar en una universidad sin el permiso de las autoridades.
-¿Cuánto dura su clase? ¿Podemos esperar en la puerta?
Respondí que duraba una hora y que podían hacerlo. Los alumnos estaban muy atentos a la conversación. Cuando la clase terminaba, observé a Rosendo. Parecía asustado porque le esperaba la expulsión del país y, quizás, una previa carcelería. Al terminar, una alumna llamada Maureen, levantó la mano:
-Y Eduviges Dyada, ¿está viva o es difunta?
Le contesté que la mayoría de los personajes de “Pedro Páramo” no pertenecían ya a este mundo, y me demoré 15 minutos adicionales en explicar el mundo de Rulfo. Antes de que terminara, Paul Jones preguntó por Abundio. Responder a su pregunta me tomó un poco más de un cuarto de hora. Así siguieron las cosas.
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Cada vez que yo terminaba, un alumno me preguntaba por Saltaperico, Susana San Juan, Juan Preciado, y el propio narrador. ¿Estaban muertos ellos? Sí, estaban muertos, pero el habla milagrosa de Juan Rulfo los resucitaba, les respondí, mientras esperaba la próxima pregunta. Así pasaron tres horas y no teníamos cuándo terminar.
Por mi parte, me sentía orgulloso de tener veinte alumnos tan solidarios. A las tres horas y media, los agentes se marcharon. Tuve que llevarme a Rosendo en la maletera y atravesar el campus con él, además de aconsejarle que resolviera pronto su problema. Años más tarde, recibí la visita de los padres de Rosendo. Me agradecían porque su hijo se había graduado.
-Bien milagroso es ese San Rulfo - comentó la madre.
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