OPINIÓN | Eduardo González Viaña: Palermo siempre y nunca
Cuando tenía 8 años de edad, fui a la biblioteca de mi pueblo y pedí “La Divina Comedia” de Dante Alighieri. La bibliotecaria me dijo que ese libro no era para niños y que no entendía qué hacía un niño en un lugar tan serio como aquel. Por fortuna, mi abuelo lo tenía en su casa y decidió leerlo conmigo.
Durante casi dos años recorrí el infierno y el purgatorio y conocí a las almas de difuntos célebres de la antigüedad italiana. Por eso, cuando se publicó mi novela “La ballata di Dante” vertida al italiano por Lucía Lorenzini, traductora de Borges, viajé a Siena y, junto con el gran peruanista italiano Antonio Melis, recorrí los pueblos y los campos de la azul Toscana. Casi los conocía todos, porque mi lectura infantil de Dante me había hecho familiar de buena parte de los condenados que habitaron esas tierras.
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Lo mismo ocurrió, años más tarde, cuando visité Messina en la Sicilia y recordé que por allí había pasado Ulises y había sido tentado por las sirenas. En resguardo de su buen nombre, el héroe se hizo atar al mástil y ordenó que le pusieran tapones en los oídos, a fin de no escuchar el canto seductor de las mujeres mágicas. No me ha pasado lo mismo en Palermo, la capital de Sicilia, que acabo de visitar, porque aquí no se sabe con qué historia quedarse. Cartagineses, romanos, bizantinos, árabes, normandos, españoles o austriacos, todos han dejado aquí sus huellas y sus sombras.
Llegué a Palermo para dar charlas en el instituto Cervantes y en la universidad, así como para ser declarado profesor honorario de esta última. Todas las historias del planeta me rodeaban cada media hora. Más todavía, el bombardeo de la Segunda Guerra Mundial aún persiste en edificios negros a los cuales nadie ha reconstruido. Palermo es el gran museo de toda Europa, pero hay que llegar a esa ciudad como un arqueólogo, a desenterrar sus tesoros porque Palermo es siempre Palermo.
El Massimo, el mayor de los teatros de ópera de Italia y el tercero más grande de Europa, me retuvo toda una tarde. Nunca, nunca, nunca había visitado tanta grandeza. No obstante, cuando salía por la empinada escalinata, recordé a los sicarios escondidos en la sombra que dieron muerte a la bella hija del Padrino, y nunca, nunca, nunca me sentí más triste
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