04/02/2020 / Exitosa Noticias / Cultural / Actualizado al 09/01/2023
Zegarra es uno de los representantes del grupo poético de los años llamado Inmanencia. Un buen cuarteto que enfocaba su quehacer en un trabajo milimétrico de poesía que escapaba de lo conversacional. Incluso, con aires de búsqueda de espiritualidades y asuntos esotéricos. Ya el fraseo conversacional estaba en agonía. Sus mejores poemarios habían sido ya producidos y, como estrategia de poetizar, ya no tenía nada que ofrecer. Por lo tanto, se imponía un nuevo menú de lecturas y propuestas. Entre esas respuestas surgió Inmanencia. Algunos, equivocadamente, los denominaban poetas del desencanto. Además, era una de las últimas tropas que andaban con agenda lírica y manifiesto incluido. Ahora todos son islas. Los grupos poéticos ya no existen, salvo para motivos ajenos a la vida literaria. En todo caso, este poeta se mantiene en la línea de batalla de la literatura.
De un tiempo a esta parte la poesía de Zegarra se ha ido volviendo menos críptica y ha optado por asumir que el lenguaje poético es una forma de protestar: “nadie esperaba el regreso del anfibio milenario/sus agallas habían atrofiado el crecimiento natural de los pulmones/sus ojos vieron el cromatismo/de diversas trampas celulares/y únicamente fueron adiestrados/en la práctica cotidiana de la ceguera” (p.16). Como es notorio, la clave descarnada, desértica, de una poética biologizante, bélica, atraviesa los versos y así todo el poemario. Hay una demencia contenida en las estrofas que van desplegando la angustia de la inmensa soledad del ser humano contemporáneo, va describiendo la enajenación de la que cada individuo no puede evitar. No hay escapatoria en este mundo globalizado. Todas las formas de nuevas locuras son posibles. El planeta entero es un panóptico.
¿Entonces, cuál sería la función de la poesía? Al parecer, en subrayar la desesperanza, en registrar que no hay salida, que la sensación de vacío perpetuo es inherente a la condición humana, que cualquier intento de vaga esperanza es absolutamente inútil. Dice el buen poeta: “cuando en un edificio claustrofóbico/convive la locura la paranoia/y otras condiciones alteradas de la mente/es fácil advertir el seguimiento/de una rutina de vínculos humanos/suprimidos del código social/por reglas que imponen/los autoproclamados/garantes de la normalidad” (p.29). En una época hiperconectada virtualmente, paradójicamente, es cuando más solos nos sentimos, más olvidados, apenas recordados, efímeros en su máxima dimensión, condenados a mirarnos infinitamente en la nada.