OPINIÓN | Rubén Quiroz Ávila: Pacamambo
¿Cómo contar sobre la muerte a los niños? ¿Qué decirles ante un evento catastrófico que es la partida de un ser amado? En todos los casos el reto es inmenso. Es difícil transmitir el impacto emocional que significa la ausencia de lo querido. Para hacerlo en una puesta de escena se requiere mucho tacto y más cuando está dirigido a niños. Ese desafío, basado en el texto del libanés Wajdi Mouawad, que tanto Rocío Limo como Vera Castaño, emprenden ante un público familiar en el Centro Cultural de la Universidad de Lima.
Limo tiene en su catálogo obras que revisan lo habitual con pericia. Con la puesta Comer manzanas (2016), hizo incisiones en el rol de Rapunzel y fue resaltando el protagonismo de los personajes femeninos. Ya con Nuestra gran aventura de las ciencias (2018), las biografías de científicas peruanas se conectaron con la necesaria pedagogía para transmitir el mensaje laico y racional. Además, contada con técnicas teatrales que conectaron con los niños, que son fundamentalmente a quienes debe calar lo narrado.
Ante esos antecedentes, la ruta optada para plantear las razones de la muerte, adquiere una expectativa enclavada, aparentemente, desde la estética previa. La escenografía delata el rumbo desde el comienzo. Es que no se pueda conversar sobre la muerte sin la oscuridad necesaria. Nada la puede hacer dulce, apenas aprender a intentar comprender lo incomprensible. Con un guion que apela a un país imaginario para evadir la explicación inmediata, la puesta se obligaba a plantearse desde esas claves celestiales y mágicas. Una opción por argumentar científicamente (hubiera sido coherente con la lectura del rol de la ciencia en nuestras vidas), es igual hipercomplicado. Jamás parecerá natural la muerte de lo que se ama. Siempre la muerte es un escándalo. Por eso recurrimos a la metafísica, a los no lugares, a las ilusiones. Cualquier forma de consuelo.
Entonces, vemos con parsimonia desplegarse la historia. Julia (Sasha Blume), es la niña que arguye todas sus legítimas preocupaciones por un evento terrible como es la muerte de su abuela (Mónica Ross). Claro, ello pretende ser inútilmente comprendido (y explicado) por el psiquiatra (Renato Rueda). Sabemos que eso es prácticamente imposible. Pero el compañero perfecto es su Gordo (Eduardo Ramos), quien canaliza lo inexplicable y es el cable a tierra con su sobresaliente actuación. Es importante subrayar su resultado escénico ya que impregna las técnicas necesarias para hacer de su papel un personaje para los niños.
Además, la escenografía es detallada y mantiene, gracias también a la luz adecuadamente planificada, ese universo utópico de la infancia, pero a la vez su lado triste e inasible. El sufrimiento contenido, aun con esperanza, está en las cosas. Eso es un logro. Hay un esfuerzo del elenco por encarnar personajes que deban narrar esa travesía de dolor y llevarlo a ese universo de consolación, de bálsamo, de alivio, que es Pacamambo.