OPINIÓN| Rubén Quiroz Ávila: En nombre de otro crimen
La juventud tiene ese entusiasmo y una energía que conmueve. Ser jóvenes es una virtud tal que todo es posible. Divino tesoro, diría el poeta. Es por ello que este elenco de estudiantes de artes escénicas de la Universidad Científica del Sur, rebozan de frescura, atrevimiento, osadía. Esa alegría descarada, incluso hace que uno pase de lado sus posibilidades de mejora. A eso hay que sumarle que la obra ha sido hecha exprofeso para su estreno en el circuito limeño. Aarón Vizcardo, es una revelación de la dramaturgia peruana. Domina el lenguaje con la intrepidez correspondiente a su talento. El tono cáustico, burlón, desvergonzado, con elementos del teatro del absurdo y guiños de hiperrealismo televisivo, marca una interesante ruta para los nuevos guiones para escena. Hay una abrumadora mayoría de dramas, necesarias para formas de reflexión, pero pocas propuestas de otros géneros como esta que reseñamos. Parece advertir, en este torrente de luces de arcoíris, el despliegue de las tesis almodovarianas más radicalizadas. El efecto kitsh es inminente y marca toda la acción.
Para ello Vizcardo se reúne de sus amigos y de su actor fetiche Francisco Rodríguez, cuyo protagonismo sobresaliente señala a un actor con un futuro expectante. Ya lo hemos visto en otras puestas y su evolución es permanente y continua. Rodrigo Rodríguez cumple con su antagonismo y tiene momentos de brillor cuando está concentrado. Luis Yataco en la modulación de un personaje violento, asesino, torturado, nos recuerda a una construcción de Hammet. Estrella Guerra le pone el toque sensual con naturalidad y falsa inocencia. Mendoza, Liza y Vargas componen un elenco que se divierte en esta suerte de parodia, donde hasta las actuaciones son una burla de la actuación misma. Todo se vuelve un reality con caleidoscópicos de sordidez, bajos fondos, dobles vidas.ip
Bajo la dirección de Rebeca Ráez se hila esta delicatessen de aventura irónica. En una ciudad donde el gag fácil, la banalidad de obras cómicas es más bien el estándar, la puesta en el clásico teatro Miraflores, casi un refugio para el teatro paralelo y con producción casi familiar, nos dan un respiro y aire nuevo de la movida teatral. Además, da señales claras de la diversidad posible tanto en la elección temática como en los artilugios usados. Al final, tal vez justo el valor, no se sabe si se están burlando de nosotros como espectadores, o es un cuestionamiento al teatro mismo como una forma de la catarsis. Eso también es una saludable señal de la escuela de artes escénicas que dirige Gustavo López, quien da cabida a los diversos estilos y está originando obras, como En nombre de otro crimen, desbordantes de creatividad, riesgo y un temple artístico que hace que nuestro teatro peruano avizore un curativo porvenir.