OPINIÓN | Rubén Quiroz Ávila: La habitación azul
Mateo Chiarella es un director dúctil. Como todo trabajador disciplinado tiene curvas de aprendizaje y oportunidades de mejora. Sin embargo, esa elección de andar con tipos de propuestas intimistas y, la vez, paradójicamente irónicas, es lo que saca lo mejor de él. Los musicales, que también ha dirigido, ocultan su talento. La lectura que hizo de Música (2018) del novelista japonés Yukio Mishima, un clásico para entender los anclajes de la psicología contemporánea, marcó la línea donde su virtuosismo es notorio. De ese modo, nos hace olvidar Il Duce (2008), cuyas costuras eran evidentes. En el camino, empero de sus intentos de imparable versatilidad, tienen bemoles. A pesar del esfuerzo honesto y familiar de La Pícara suerte de Leonidas Yerovi (2017), sin dejar de reconocer el valor histórico, el género no se amoldaba a su manera de ver el teatro. Fue una amorosa concesión.
Sin embargo, en la puesta Música, su alegato de contemporaneidad descansaba fundamentalmente en Andrea Luna. Y lo mismo sucede con esta escenificación en el teatro Ricardo Blume. El caso de esta actriz es emblemático en torno a su reivindicación sobre su responsabilidad como artista y en la destacadamente notoria evolución actoral. De trabajar en televisión, incluso en bodrios como El gran show, donde casi nadie brilla por su actuación, a ser, prácticamente, imprescindible verla accionar en las tablas. Diestramente en esta puesta hace desaparecer a su antagonista Sebastian Stimman, un cumplidor actor. El tono cáustico del británico David Hare, un irónico analista de los males actuales de la humanidad, es bien contrapunteado por la línea directoral (eso incluye una consistente y coqueta luminotecnia y, oportuna escenografía). Luna corporiza hábilmente cada una de las mujeres que representa y su mente asume, sin dudarlo, el rol distribuido. Incluso las escenas de erotismo, que para muchas actrices peruanas les es complicado, aquí se desenvuelve con la naturalidad que proyecta su energía sensual. Nada mejor que hacer verosímil toda la acción. Si verla en Música nos acercaba a la contemplación, en esta, nos aproxima a la minuciosidad del movimiento psicológico, del gesto vinculado a la emoción, de la mirada aviesa, cómplice con el guion, y, por supuesto, del cuerpo liberado.
El tono lapislázuli del espacio dispuesto no es más que el enrarecimiento psicológico y el juego de roles sexual desplegado, siempre bajo control. Lo cual es un indicio muy claro de las pautas. Es por eso que no se desborda nada, casi manejada con flema británica. Incluso los tocamientos se apegan a lo acordado, por eso su intensidad es más bien cerebral que corpórea. Eso que los cuerpos de ambos actores muestran su belleza, pero completamente subordinados a la historia narrada. Dos jóvenes actores enredándose en claves postmodernas para aprehender el vacío existencial. Sin embargo, el vacío es inherente a la vida moderna. Nadie puede huir de ese estatus donde el futuro es inexistente y las conexiones de amor adquieren diversas formas, incluso breves, alternas, fragmentarias.
Andrea Luna, si sigue en ese sendero de tomarse en serio su vida actoral, será una memorable actriz, y esta obra es solo un asomo de sus virtudes.