OPINIÓN | Rubén Quiroz Ávila: Bagua, Ni Grande Ni Chica
En el teatro hay puestas que son un dechado de destrezas, de artilugios disciplinados, de muestras públicas de pericias escénicas. Hay otras que tienen más bien una agenda pedagógica, de enseñanza moral, de educación al público. Esa honesta preocupación didáctica, de reflexión sobre nuestra memoria histórica, es la que vemos discurrir en la pretérita sala de la AAA. Es un texto de la recordada Sara Joffré que enlaza un evento trágico para nuestro país con la desmemoria que nos define. Han pasado pocos años y esa desgracia ha ido desapareciendo de nuestros debates nacionales. Sabemos que los peruanos tendemos a repetir nuestros infiernos y de reiterar nuestros errores. He ahí el valor principal de esta demostración de sanación colectiva. Más allá de las oportunidades de mejora como propuesta, está la reflexión de la permanente violencia que nos fustiga.
Estamos hechos de eventos insistentemente violentos. Cual mito de Sísifo volvemos a abrir las heridas. Repetimos la historia de nuestros infortunios. Bagua es uno de los tristes símbolos que, como nación incompleta, debemos conmemorar para el aprendizaje colectivo. Ese es el mensaje de este último montaje de Diego la Hoz, quien, de ese modo, homenajea a su maestra. Insisto que el espíritu de esta propuesta es formativo. Eso explica el lleno total de muchas de sus funciones. Una cantidad impresionante de jóvenes van, entusiastas y dadivosos, a pensar con el evento, a aprender de nuestros modos de convivir, a aprender a defender la tierra en donde crecen. Por ello la pregunta que atraviesa toda la obra: ¿a quién pertenece la tierra? ¿De quién son los recursos?
La respuesta en el Perú, durante siglos, ha sido claro respecto a la pertenencia de los recursos, incluso, solo se ha cambiado de modelo económico. Desde el brutalmente extractivo colonial, como un sistema de sometimiento humano de grandes dimensiones, hasta los modelos neoliberales, igual de recalcitrantes. Es decir, eliminar a la persona del centro de la bonanza posible y concentrarla en pocas manos que hacen y deshacen, según su conveniencia. Para ello se construye una invisibilización de la humanidad, en este caso, las personas que habitan esos lugares, no existen. Se configura un ordenamiento de su ser de tal manera que se les cosifica. Ese proceso de deshumanización es una estrategia para el mejor control tanto de sus vidas, como de sus recursos. Se les despoja de la humanidad, incluso, se les quita la voz, el verbo, la memoria. Paralelamente a ello, se construye un supuesto molde redentor, bajo un imaginado bienestar, una falaz prosperidad en realidad. Cuando es solamente un usufructo salvaje, irracional, perverso, donde los seres humanos solo son una parte de la cadena alimenticia. Esa legitimación de un discurso de desarrollo a costa de todo hace que todo grupo que lo impida o rebata, sea eliminado. Eso fue el Baguazo, un fragmento violento de nuestra historia actual, que jamás hay que olvidar, y haciendo esta obra teatral es una manera de formar ciudadanía.