OPINIÓN | Martín Belaunde Moreyra: el orden de los apellidos
Probablemente la congresista Marisa Glave Remy no lo sepa, pero su proyecto para cambiar el orden de los apellidos se inspira en las casas reales e imperiales de las monarquías europeas. María Teresa de Habsburgo, hija del emperador Carlos VI, por herencia paterna archiduquesa de Austria, reina de Bohemia, Hungría, Croacia, princesa de Transilvania (país del ficticio vampiro Conde Drácula) y luego emperatriz consorte del Sacro Imperio Romano Germánico por su matrimonio con el duque Francisco de Lorena, de común acuerdo con su marido, decidió cambiar el orden de los apellidos de su numerosa prole. Sus descendientes pasaron a llamarse Habsburgo Lorena, reinando con ese nombre en el Imperio Austro-Húngaro hasta su disolución a fines de 1918.
Así son recordados María Antonieta, guillotinada reina consorte de Francia, cónyuge del también guillotinado Luis XVI y María Luisa, segunda esposa de Napoleón Bonaparte, fugaz emperatriz de los franceses y luego vitalicia duquesa de Parma. El hijo de ambos jamás reinó pero pasó a la historia como Napoleón II. Sin embargo, en lo que al Perú se refiere esta historia no termina ahí. El actual embajador de España se llama Ernesto de Zulueta y Habsburgo Lorena.
El segundo gran ejemplo de cambio de nombre para que prevalezca el apellido de la mujer es el de Gran Bretaña. Cuando Felipe de Grecia se casó con la princesa Elizabeth Windsor, heredera al trono británico, al convertirse en ciudadano inglés adoptó el apellido materno Mountbatten, traducción al inglés de Battenberg, familia principesca alemana relacionada con la reina Victoria, que cambió de nombre en 1917 para no identificarse con el enemigo alemán durante la Primera Guerra Mundial. El heredero a dicho trono, el Príncipe Carlos, tiene la opción legal de llevar el apellido de su madre Windsor o el de su padre Mountbatten, así como unificarlos en el orden que escoja, a tenor de las normas legales aprobadas por el Parlamento con el cúmplase de su Majestad la Reina.
Todo lo anterior parece sacado de un cuento de hadas, pero es historia real con el trasfondo de dos conflagraciones planetarias y millones de muertos. En las monarquías la denominación de la dinastía se identifica con el país y por eso tiene un valor político. En los regímenes republicanos como el Perú, el nombre es un derecho personalísimo legislado en el Código Civil y materializado a través del Reniec y del DNI. ¿Tiene sentido alterar su orden cuando es algo que siempre ha funcionado bien? En mi opinión solo vamos a crear confusión bajo el débil pretexto de la igualdad de género.