15/03/2019 / Exitosa Noticias / Columnistas / Actualizado al 09/01/2023
Aquí están mis padres Roberto y Vidalina. Mi padre es hijo de mi abuelo Nicolás. Mi abuelo es el tronco visible de los Sarmiento de Lucanas. Una familia numerosa y patriarcal. De él aprendimos que los hombres siempre debíamos ocupar la cabecera de la mesa al momento de sentarnos a comer. Mi padre lo hacía las veces que él estaba en casa. En su ausencia, su lugar era ocupado por Hugo, mi hermano mayor. Pocas veces recuerdo que yo presidí la mesa las veces en que no estaban presentes mi padre ni mi hermano mayor. Mi madre, una mujer dulce y amorosa, tenía su asiento vitalicio a la diestra de mi padre, esté o no esté. Desde ese lugar permanecía atenta para cuando Domitila servía la mesa. Mi madre no permitía que ella colocara los platos, ni las tazas y menos los cubiertos que nos eran destinados. Prefería hacerlo ella, personalmente. Yo la recuerdo risueña y feliz en cada movimiento a la hora de servir. Parecía que esa mesa larga de cedro, tallada por los costados y cubierta con un fino mantel blanco, bordado de flores al centro, era su territorio, en la que ella gobernaba con encantadora ternura. A mi padre lo recuerdo solemne, pero me cuentan menos circunspecto que el abuelo. La palabra de ambos era ley para todos en la casa. Mi madre decía que a los padres y más a los abuelos, teníamos que honrarlos sin dudas ni murmuraciones. Ahora vivimos solo de recuerdos. La memoria a ratos se pierde en el tiempo, pero quedan vestigios de haber sido una familia feliz que habitó Lucanas desde mediados del siglo XIX.
No me canso de ver la fotografía. Mi padre está sentado apoyando sus codos en su sillón de madera. Sus manos apenas se tocan sobre su rodilla izquierda que descansa cruzada sobre la derecha. Él tiene la mirada fija y luce un pequeño bigote que lo recuerdo cuidándolo todas las mañanas. Al lado, mi madre posa para la posteridad. Está de pie y su brazo izquierdo abraza ligeramente al hombre a quien ama con ternura. Se le ve dulce con su vestido largo. La recuerdo cantando conmigo yaravíes en el patio de la casa, mientras aguardaba, con cariño, la llegada de mi padre. Eran noches de luna llena, según me dicta la memoria. Yo era muy niño cuando el General Manuel A. Odría firmaba la ley, en 1955, que otorgaba el voto femenino a las mujeres. Y las haría ciudadanas. Tiempo después, mi madre me hablaba como profesora, porque lo era, de mujeres valerosas que habían luchado por lograr esta conquista. Mencionaba a María Jesús Alvarado, Adela Montesinos, Zoila Aurora Cáceres y Elvira García y García, entre otras. Mi padre apenas sonreía al escucharla entusiasmada y tamborileaba el bolsillo de su chaleco, mientras le pedía a mi madre que ordenara la mesa porque había que almorzar temprano. Entonces, éramos felices.