OPINIÓN | Edwin Sarmiento: cosas de la vida
A la Dra. Martha Hildebrandt le debemos la existencia del Fondo Editorial del Congreso de la República (FEC). Y podría decirse que durante su gestión fue la época de oro de dicha editorial. Libros de impecable pulcritud en la edición y autores de tremendo prestigio intelectual y académico. Ella no entraba en vainas. Tenían que ser escritores con una historia de vida fructífera en el campo de las letras, artes y ciencias. Ningún congresista se atrevió siquiera a recomendar a sus preferidos y menos proponerse a sí mismos para publicar en la editorial. Los poquísimos que lo hicieron se ganaron la inevitable pregunta: ¿Y usted, qué méritos cree tener? Avergonzados, titubeaban alguna respuesta y optaban por retirarse. No sé si con el tiempo se mantuvo la calidad intelectual de quienes publicaron sus libros en el FEC. Solo sé que muchos de los congresistas que le sucedieron en la gestión, por corresponderle en la Mesa Directiva, fueron anónimos y anodinos personajes para la cultura o como diría la Dra. Hildebrandt, ignorantes que visten con saco y corbata.
Pertenecí al equipo inicial que dio vida al FEC y permanecí ocho años al lado de ella como su asesor. De esos años recuerdo también los ciclos de conferencias que organizábamos en el Hemiciclo Raúl Porras Barrenechea, espacio destinado hasta el 92, al Senado de la República. Cerca de 200 escritores desfilaron frente a un público que abarrotaba sus instalaciones. Y yo preparaba encartes con entrevistas anticipadas a ellos y que ella las revisaba buscando el más mínimo error gramatical o de construcción para humillarme. Pero yo no le daba ese gusto y ella terminó por aceptarme complacida. Así fue la nuez.
Uno de los conferenciantes fue el novelista Alfredo Bryce. Siempre escuché de la Dra. Hildebrandt solo palabras de elogio para él. Era uno de sus escritores preferidos. Bryce cumplió, esta semana, 80 años. Y al hacerlo, anunció que en mayo se publicará el tercer tomo de sus antimemorias “Permiso para retirarme”. Por ahora, está dedicado a conversar con sus amigos. Ya conoció la celebridad. Vivió, la mayor parte de su vida, en Europa. Tiene novelas que ya son inmortales. Es una cantera de anécdotas que tú no sabes si lo que te está contando es real o es que ya entró al reino de la imaginación, pero ahí lo tienes incansable, conversando, tomándose un trago, con más historias y si le caes bien, se ríe a carcajadas y te mira achicando sus ojillos detrás de unos lentes redondos y blancos que le dan ese toque de intelectual burgués de siglo pasado. Una de sus charlas, que recuerdo como si fuese ayer, se llamó “la historia personal de mis libros”. El público deliró, esa noche, como si se tratara del mejor cantante de rock o, para mi caso, como si estuviera escuchando cantar al Picaflor de los Andes. Aplausos, más aplausos para el tremendo Bryce.