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OPINIÓN | Edwin Sarmiento: Cosas de la vida

Gustavo Valcárcel un poeta agudo, inteligente de gran sensibilidad, pero corajudo y sin dobleces.

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GUSTAVO VALCARCEL 1

26/07/2019 / Exitosa Noticias / Columnistas / Actualizado al 09/01/2023

Hablar de poetas y de poesía siempre es un deleite. Como que te llena el alma con esa paz que andas buscando. En la Tertulia del Chivo, el cenáculo de periodistas mayores que hicieron historia y siguen vivitos y coleando en sus reuniones semanales de los viernes, el poeta Reynaldo Naranjo recordó a otro mayor que él, don Gustavo Valcárcel, tremendo poeta que nació con el centenario de nuestra independencia y falleció en 1990. Valcárcel fue también periodista y escritor fecundo. Formó parte, en sus orígenes, del movimiento 'Los poetas del pueblo' de filiación aprista, aunque años después se apartó de ellos, abrazando con alma, vida y corazón el marxismo como doctrina, hasta convertirse en un poeta eminentemente social, militante del Partido Comunista Peruano. Esto ocurrió después de haber sido desterrado a México por la dictadura de Odría. Naranjo lo recuerda como a un poeta agudo, inteligente de gran sensibilidad, pero corajudo y sin dobleces. Cuenta que solía frecuentar el Palermo, ese bar de extraño imán para atraer escritores de todas las edades, al que llegaba para tomarse unas copas de buen pisco. Refiere que una noche Valcárcel ingresó al local, algo entrado en copas. Las mesas estaban llenas. Se detuvo casi al centro y repasó, con la mirada, el lugar. No encontró a ningún amigo. Naranjo y otros jóvenes se hallaban al fondo, pero lejos de la mirada del poeta.

En ese momento, el autor de 'Confín del tiempo y de la rosa', poemario con el cual ganó los Juegos Florales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1947 y después se hiciera acreedor al Premio Nacional de Poesía, montó en cólera. Miserables, dijo en voz alta. Traidores, continuó. Viva la revolución, agitó. Nadie le hizo caso. Viva el partido comunista, la gente seguía en lo suyo. Las mesas se llenaban de cerveza y de humo. Entonces, con la mano trazó una línea imaginaria y partió en dos el salón. De aquí para allá son unos miserables, gritó apuntando a la izquierda. Y de aquí para allá, son unos pobres diablos, refunfuñó, trasladando el dedo hacia el extremo derecho. Como el poeta insistía en lo mismo, un hombre, pasado de tragos, se levantó de su asiento y le reprochó: qué le pasa a usted, por qué nos ofende, yo no soy ningún pobre diablo, gritó. El poeta lo miró fijamente, bamboleó, ligeramente, el cuerpo hacia adelante y preguntó: ¿usted dice que no es ningún pobre diablo? No, señor, no lo soy, respondió el parroquiano, indignado. El poeta retrucó de inmediato: ah, no lo es; entonces, qué hace allí, pásese al otro lado, dijo señalando el lado opuesto. Otro día, el poeta se hallaba en el Palermo solo en una mesa. Mientras tomaba su copa despotricaba de la vida, en cada sorbo. Traidores, les decía a imaginarios interlocutores. Frente a él se hallaba una mesa con cuatro jóvenes que brindaban cerveza. Como los reproches no cesaban, uno de ellos se dio por aludido y se le acercó a enfrentarlo: oiga señor, hace rato que nos está insultando y eso no se lo voy a permitir. ¿Qué cosa?, gritó el poeta. El muchacho precisó: y si no le pego es porque podría ser mi padre. Cuando se aprestaba a retirarse, el poeta replicó: pude, pero no quise, carajo.

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