OPINIÓN | Edwin Sarmiento: Cosas de la vida
El huayno y la nostalgia habitan en mí con equidad de género. Pero si el huayno es ayacuchano, mi nostalgia es mayor. Lo supe la primera vez al cantar “a los rayos de la luna/ no duermas, no duermas// Mira que tu fiel amante/ te espera, llorando”, a mis ocho años, en compañía de mamá. Cuatro años después volví a llorar cuando Alicia no salió a su balcón para escuchar “adiós puquianita,/ me voy de tu lado/ con una desilusión// Cuidado con la lluvia/ que el cielo se nubla/ con llanto del corazón”, que yo interpreté, a media noche, con el corazón en la mano, para enamorarla. Mi padre me decía que los hombres no debían llorar y el tío Demetrio buscaba, látigo en mano, al muchacho que intentaba hacerlo, para corregirlo ipso facto. Pero un huayno que te sale del forro, con aroma a retama y tierra húmeda, lo hace tambalear al más pintadito, si no lo sabré yo. La música me marcó para siempre. Al igual que Los Panchos. No puedo dejar de tararear “mujer, si puedes tú con Dios hablar/ pregúntale si yo alguna vez/ te he dejado de adorar” y ni qué hablar de las Tres Marías de las hermanas Mendoza Sangurima. Todas las canciones tuvieron su época y su cobijo en mi corazón. Solo para citar mi pasado de muchacho provinciano. El huayno tiene su origen prehispánico. Dicen que se tocaba con instrumentos de viento, principalmente. Hasta que llegaron los españoles y nos trajeron la guitarra, la trompeta, el arpa, el saxo y el acordeón. Y los mestizos los adoptaron para volcar los sentimientos de dolor o alegría, según los casos y las circunstancias, querido amigo. Con los años las canciones se multiplicaron y las voces de sus cultores cubrieron el cielo de norte a sur del país y de este a oeste, con estilos y movimientos diferentes en cada región.
Así fue como aparecieron los Manantiales, en mi vida. En mis reuniones de familia, en mi cumpleaños, en los carnavales. Mis paisanos los bautizaron como “los reyes del chuta, chutay”. En el Perú empezaron a escucharlos desde hace más de 40 años; en Lima, igual que a Chacalón, hasta en sus cerros, donde habitan los machos bien machos. Lo dirige mi primo Giraldo Martínez, quien es la primera voz y la imagen del grupo. Integran Wilman Perales (primera guitarra), Porfirio Berrocal (teclado) y Gerbert Merino (acordeón), tremendo instrumento que ni bien suena te motiva a bailar o a sacudir, en tu asiento, el cuerpo. Los Manantiales cultivan más la música bailable, alegre, carnavalera. “Picaflorcitoy, picaflorcitoy/ cuál de las rositas te gustan, vidallay// A mí me gusta rosita blanca,/ rosita roja, mucho mejor”. Con ellos los carnavales desbordan alegría, las parejas se toman de las manos y arman rondas llenas de movimiento, dando brincos en un solo pie que se turnan rítmicamente. Las calles se convierten en una locura, sobre todo, en las esquinas. Giraldo tiene una voz entre gutural y nasal que hace pegajoso todo cuanto interpreta. Y un estilo espectacular. Con solo verlo te sientes con ánimo de lanzarte al ruedo. Y si entra el acordeón es el desborde total. “En una tarde de decisión/ llegó el momento de nuestro adiós// Por tu camino felicidad,/ por mi camino, fatalidad// Ya no te tengo en mis brazos/ ya no me tienes en tus brazos// En una tarde de decisión,/ llegó la hora de decisión”. Ellos estarán mañana en el club Apurímac, a las siete de la noche, en el festival por el Día del Maestro. Cita, desde luego, que no debemos perder.