OPINIÓN | Edwin Sarmiento: Cosas de la vida
Han pasado 56 años desde que asesinaron al poeta Javier Heraud con 29 balas en el cuerpo y yo sin haberlo recordado. Y menos el país al que quiso cambiar de destino, como era su sueño. El olvido es la peor trampa que la vida nos pone, a veces, para volver a enterrarnos. Cómo olvidar a este poeta de corazón grande si a él le debo haber emprendido el hermoso camino de ser periodista hace 50 años. El primer artículo que publiqué en la página editorial del diario Correo de Lima se llamó “Casual encuentro con Javier Heraud”. El poeta fue acribillado por la policía que lo perseguía en el río Madre de Dios. Formaba parte del Ejército de Liberación Nacional donde era conocido por su seudónimo Rodrigo Machado. El Perú era gobernado por la junta militar de Ricardo Pérez Godoy y Nicolás Lindley. Y algunos movimientos de izquierda se preparaban para iniciar acciones guerrilleras en el Perú, siguiendo el ejemplo de Fidel Castro y Ernesto Che Guevara. Y yo empezaba a leer a Neruda, Romualdo, Pablo Guevara, Borges, Sábato, alternando con el viejo Marx y Mao Tse, siempre alumbrado por un potente Petromax que me acompañaba en la pensión. Escuchaba radio Reloj y, en blanco y negro, veía Combate y la Familia Ingalls. Y el poeta era asesinado cuando apenas tenía 21 años. Ya había sido ungido como el Poeta Joven del Perú. Había estudiado en el exclusivo colegio Markham y después en la Pontificia Universidad Católica del Perú a la que ingresó con el primer puesto, para seguir, después, otra carrera en la universidad de San Marcos, desde cuyas aulas partió primero a Rusia, después a otros países, hasta recalar en Cuba, para estudiar cine.
En 1960, siendo aún menor de edad, publicó El río, poemario que significó el punto de quiebre en su vida y en el de los jóvenes de su generación. Y en la mía también, años después. “Yo soy un río/ un río/ un río/ cristalino en la/ mañana./ A veces soy/ tierno y/ bondadoso. Me/ deslizo suavemente/ por los valles fértiles,/ doy de beber miles de veces/ al ganado, a la gente dócil./ Los niños se me acercan de/ día,/ y/ de noche trémulos amantes/ apoyan sus ojos en los míos,/ y hunden sus brazos/ en la oscura claridad/ de mis aguas fantasmales”. En otro poema El guerrillero, él anunciaría el designio de su destino: “Porque mi patria es hermosa/ corno una espada en el aire,/ y más grande ahora y aun/ más hermosa todavía,/ yo hablo y la defiendo/ con mi vida”. Perteneció a la llamada generación del 60 de poetas peruanos, junto con César Calvo, Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros, Marco Martos, entre otros. Fue una época de grandes acontecimientos en el mundo. Surgieron movimientos feministas, fracasó la invasión americana a Bahía de Cochinos en Cuba, John F. Kennedy, presidente norteamericano, era asesinado, los muchachos escuchaban a los Beatles, los Rolling Stones y se realizó el festival de música de Woodstock, cuando Heraud ya había sido acribillado seis años atrás. Fidel Castro mostraba al mundo, victorioso, su revolución y otros jóvenes de América Latina quisieron emularlo en sus países. Entre ellos estaba nuestro poeta. Y en el Perú, Hugo Blanco, barbado dirigente campesino trotskista, era la piedra en el zapato de temerosos gamonales de la sierra sur, en el valle de la Convención. Y yo, ya cachimbo, seguía con avidez estos acontecimientos.