OPINIÓN | Edwin Sarmiento: cosas de la vida
Hace 50 años yo deseaba incendiar el Club Nacional con todas las fuerzas de mi corazón. Ese club de la plaza San Martín en el que se daban cita, todas las noches, los aristócratas de apellidos compuestos. El viejo local está construido con elementos neorrenacentistas. Su buen gusto le da al edificio un ambiente de extraña sensación, como si el tiempo se hubiera detenido en el preciso instante en que el presidente Velasco Alvarado dijo a los campesinos que el patrón ya no comería más de su pobreza. Por esas escaleras debieron haber subido y bajado los miembros del Partido Civil, durante la llamada República Aristocrática en el Perú. Y más allá, en el salón contiguo al que me encuentro sentado, cuántas noches se habrán reído los señores de apellido compuesto José Antonio Barrenechea y Morales (fundador del club), Ignacio de Osma y Ramírez de Arellano, Dionisio Derteano y Echenique, Ricardo Ortiz de Zevallos y Tagle, Juan Pardo y Barreda; Felipe de Osma y Pardo, Fernando Echenique y Bryce, Daniel Olaechea y Olaechea, que, si no lo sabré yo, nunca llegaron a conocer el Perú real. Allí se designaban los presidentes del Perú que después serían elegidos por el pueblo en elecciones libres, soberanas y democráticas. ¿No suena bonito? Fue una noche, hace 50 años y víspera de año nuevo, cuando acompañé a un grupo de universitarios --con bombo incluido-- para ahogarle la fiesta a los De la Piedra, los Aspíllaga, los Prado, los Bentín, los Berckemeyer y también a los Olaechea que se aprestaban a recibir el año nuevo con talco perfumado y whisky importado desde Escocia.
--Abajo la oligarquía--, gritamos los muchachos de entonces.
Recuerdo el ruido ensordecedor del bombo que no dejaba de golpear el poeta Garavito, con todas las fuerzas de sus 16 años. Y nosotros, muera la oligarquía, abajo los dueños del Perú, viva la clase trabajadora. Hasta que el Chato preguntó: ¿dónde está la gasolina, mierda? A esa hora de la noche, la plaza San Martín lucía casi desolada. No llega, venía con el flaco, respondió el poeta enfurecido. Sin dar tregua, seguimos protestando contra la aristocracia representada, en ese momento, por los modernos cádillac que estaban estacionados en el frontis del local. Cincuenta años después, mi anfitrión reservó un ambiente privado en su club, que era el mismo que yo deseaba incendiar con todas las fuerzas de mi corazón, y en el que nos acomodamos, dignos representantes del nuevo Perú. Había sido fundado el 19 de octubre de 1885, cuyo local se levantó sobre los cimientos de una vieja casona que perteneció a la familia Silva Santisteban. Este club está considerado como uno de los diez más elegantes del mundo. Ahora que lo contemplo desde esta mesa de mármol, lo aprecio más ya cuando mis ganas de incendiar el local han pasado y esa vieja oligarquía es apenas un recuerdo del pasado. Cada vez que paso por la plaza San Martín me detengo a contemplar el local que se levanta en una esquina solemne y llena de historias de un pasado que Velasco partió en dos para siempre en el país. Y al que soñé quemar de joven cuando gobernaba el Perú el arquitecto Fernando Belaunde Terry en su primer gobierno.