Opinión | Eduardo González Viaña: Vicente Azar, poesía para no olvidar
“La palabra que debe designarte / el color para ti nacido / ese aire majestuoso de flor...”
Encontré al poeta Javier Sologuren cuando repetía estos versos junto a su imprenta rudimentaria. Con ella imprimía los libros de poesía. Sin embargo, parecía no estar interesado en nuestra conversación porque, en vez de contestarnos a Arturo Corcuera y a mí, musitaba versos salidos del mismo libro.
Se interrumpió un momento para decirme que le había gustado “Los peces muertos” -mi primer libro de cuentos- y que, con mucho gusto escribiría un prólogo para él.
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“Ya sonarán tus pasos sobre mi corazón / lo más lejano lo más cóncavo lo más sombrío de este otoño / que oye el mar desde lejos apresurándose...”
Esa fue la primera vez que escuché la poesía de Vicente Azar. El libro se llamaba “Arte de olvidar” y había aparecido en Lima en 1942. A pesar de que habían pasado tantos años de aquello, para Sologuren la poesía era siempre una novedad.
Su verdadero nombre era José Alvarado Sánchez, escritor y diplomático nacido en Lima (1913.2019), quien tan solo llegó a publicar ese libro y otro llamado “Nueva canción de otoño”.
El poeta estudió en el colegio La Inmaculada, así como en la San Marcos. Junto a coetáneos suyos como José María Arguedas, Carlos Cueto y Nicanor Mujica, fundó una revista llamada “Palabra” en cuyo número dos denuncian el asesinato de Federico García Lorca y demandaban el patíbulo para Franco, su asesino.
Su tarea diplomática lo llevó a países diversos y fue por fin director de la Academia Diplomática del Perú.
Nunca lo había visto, pero leí todo lo suyo, y ayer, en una venta de libros viejos, me encontré con una página usada como señalador en medio de un volumen de Ray Bradbury. Pude leer allí unos versos manuscritos de Azar. En el texto señalado, se hablaba de un autor y un lector que se vuelven a encontrar en Marte. Eso me pareció una fantasía intrascendente.
Sin embargo, más tarde, llamé por teléfono a mi amigo Carlos Polo Castañeda, quien supuestamente debería estar en Malasia como nuestro embajador, pero el WhatsApp lo ubicó en Lima. La conversación giró repentinamente y Carlos me confesó que el mayor tesoro de su biblioteca era un ejemplar autografiado por Vicente Azar, su amado suegro.
Recién entonces me convencí de que la poesía no tiene algo de verdad. Ella es la verdad, la única.
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