05/12/2019 / Exitosa Noticias / Columnistas / Actualizado al 09/01/2023
Cuando las palabras pierden su significado, el pueblo pierde su libertad, decía Confucio, y con mucha razón. El lenguaje usado en el mundo político peruano está a tal punto adulterado que el ciudadano tiene todas las dificultades para saber qué es verdad o mentira.
Tomemos el ejemplo del referéndum del 9 de diciembre 2018. Cuando Martín Vizcarra hizo tal anuncio en el Congreso, congresistas de oposición y sus analistas dieron pintorescas razones (el presidente lee la Constitución al revés o el proyecto de referéndum es un mamarracho) para cerrarle el paso a tal iniciativa.
Enseguida vino el tema de saber si era la primera o la segunda cuestión de confianza; tema de estéril controversia cuando la Constitución es clara al respecto. Patético fue ver a ex miembros del Tribunal Constitucional defender sin la menor vergüenza posiciones que iban contra toda lógica y razón. ¿Dónde quedó el respeto al ciudadano? Poco les importa, si parten del hecho que al pueblo no se le hace caso, solo se le gobierna.
O cuando dirigentes políticos dicen, en comisiones del Congreso o delante del fiscal que nunca recibieron dinero ilícito y que todo fue bancarizado, para luego ser desmentidos. O el candidato que reniega de sus antiguas afiliaciones, acusándolas de corruptas para hoy decir que han cambiado. A esto podemos sumarle expresiones épicas que unen mentira y cinismo como “no se cayó, se desplomó”.
O cuando graban a políticos pidiendo una coima: “no es mi voz y exijo un peritaje de parte”. Se podría decir que la política peruana innova en su propia capacidad para generar falsedades.
En este todo vale mediático, el ciudadano primero analiza si la información que recibe es cierta contrastando sus fuentes. Luego, revisa su contenido para sacar sus propias conclusiones. Pero cuando ya pensaba haber salido del aprieto, le asestan el golpe de gracia cuando se entera que "las mentiras hay que entenderlas en su propio contexto".
Llegado a este punto, es por seguro que abandonará el proceso angustiado por tanta desinformación. Porque, es allí donde la mentira se vuelve verdad, donde la corrupción se eleva como valor social, donde la ciencia cede el paso al charlatán y el derecho al leguleyo. Es allí donde se construye un mundo irreal que se sobrepone a la realidad, empujando al ciudadano a vivir en una constante sospecha sin creer en nada ni en nadie. Razón por la cual las palabras deben hoy recuperar su significado real. De eso depende consolidarnos como democracia.