OPINIÓN | Aníbal Quiroga León: el debido proceso
En la actual judicialización de la política, con sus dramáticas manifestaciones, resulta cotidiano oír, hablar y discutir acerca de los alcances del debido proceso, bien por las autoridades responsables de cumplir sus reglas esenciales en las acusaciones, procedimientos y enjuiciamientos de los ciudadanos, cuanto por los procesados, y sus defensores, que acusan su eventual ausencia e incumplimiento.
El debido proceso es una creación jurisprudencial y doctrinaria extraída por la Suprema Corte de los EEUU de las Enmiendas V (1791) y XIV (1868) de su Constitución. Es una expresión anglosajona (due process of law) llevada a la doctrina jurídica mundial. Su correlato europeo es la traducción del alemán con el aporte de la expresión “tutela judicial efectiva”. Así, debido proceso legal o tutela judicial efectiva resultan, a la postre, sinónimos jurídicos y doctrinarios.
Más allá de disquisiciones jurídicas, el debido proceso es una aspiración social frente al drama humano que implica un proceso y la necesidad de la sociedad de sancionar con legitimidad las conductas reprensibles.
Por ello es que en esta ocasión no haremos una disquisición jurídica al respecto, sino una simple alegoría expresada en forma de desiderata: “El debido proceso está destinado a todos aquellos que, para la determinación de sus derechos y bienes, de su familia y su honra, para la protección de sus DDFF, para la defensa de su vida, su integridad física o de su libertad como dones más preciados universal e indiscutiblemente reconocidos al ser humano; a aquellos que deben pasar por el drama del proceso. A quienes se acercan a un despacho judicial con temor, con reverencia, con esperanza, con fe, con suspicacia, con pesimismo, con desesperanza. A los que deben transitar los estrechos pasillos del proceso, muchas veces estrechados por normas antiguas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas aplicadas por seres nuevos; normas que se tergiversan por el interés político, económico, social o venal de siempre. A todos los forzados actores del drama del proceso que, con sus vidas y sus posesiones, sus ilusiones y esperanzas, sus desilusiones, angustias y frustraciones, le dan vida y contenido cotidianamente. A los esperanzados en la justicia y en el cumplimiento de la ley; y también para los agnósticos de la equidad en el proceso y la eficacia del derecho. Por sobre todo, a los desesperanzados que desesperadamente rebuscan un resquicio de fe en la justicia y en el derecho, en la reparación de la honra o la recuperación de la libertad, en la defensa de sus derechos e ilusiones que la sociedad de hoy, y sus prójimos, le escatimamos diariamente”.